La impunidad de la mora y la ineficiencia judicial

 

La Convención Americana sobre Derechos Humanos, fue el primer instrumento internacional ratificado por nuestro país, luego de instaurado el régimen de libertades políticas, posterior a la gesta que desalojó a Stroessner, el 3 de febrero de 1989.-

 

No fue casualidad que la dicha llevara el Número 1/89. Se trataba de la aprobación de un acuerdo celebrado (veinte años antes) por los países integrantes de la Organización de Estados Americanos (OEA).-

 

Su adopción supuso, que nuestro país asumiera el compromiso de velar por el cumplimiento de sus disposiciones y garantizar a todos sus habitantes el reconocimiento de derechos básicos, inherentes a la persona humana, por el solo hecho de serlo.-

 

Entre tales derechos y garantías, denominados “de primera generación”, se incluyeron Garantías Judiciales, cuyo objeto principal era (y es) proteger al individuo ante los abusos y las arbitrariedades en que pudiera incurrir el Órgano Judicial del Estado.-

 

En tal sentido, el Art. 8 de la Convención señala que: “…Toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden civil, fiscal o de cualquier otro carácter…” (8.1), dejando en claro, que el ciudadano que – por cualquier motivo – enfrenta un proceso judicial, tiene derecho a un pronunciamiento judicial sin dilaciones, y dentro de un plazo razonable.-

 

Apenas, tres años después, el Paraguay, ratificó por Ley Nº 5/92, el "Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos", celebrado por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en diciembre de 1.966, que consagra idénticos derechos y garantías.-

 

A partir de entonces, el compromiso del Estado Paraguayo, en virtud del cual asumía la obligación y responsabilidad de garantizar a los ciudadanos, “…el derecho a ser juzgada dentro de un plazo razonable…”, trascendía los límites de la comunidad de Naciones Americanas. Su compromiso era ya, ante todos los países del mundo.-

 

Pero, como resultaba insuficiente el mero compromiso, era necesario adaptar nuestra legislación interna a las nuevas exigencias, en cumplimiento de lo dispuesto por el Art. 2 de la Convención Americana. Con ese objetivo, se dictó el Código Procesal Penal, en el año 1.998 que, por primera vez, establecía límites temporales a la investigación y el juicio criminal.-

 

Todo indicaba que – finalmente – las cosas comenzarían a ponerse en su lugar, imponiendo al Estado límites claros y precisos, para evitar que mantenga a los justiciables, de modo indefinido, sometidos a juicio.-

 

Sin embargo, la falta de educación en valores destinados a sustentar un régimen de derechos que garanticen de manera plena y permanente la dignidad humana, impidió se avance hacia la consolidación de un sistema judicial eficiente, que fuera capaz de honrar el compromiso internacionalmente asumido por nuestro país, y cuando se hizo evidente que los proceso comenzarían a extinguirse por el transcurso del tiempo no se procuró el diagnóstico serio, ni una solución compatible con aquellos compromisos.-

 

Por el contrario, se abrieron nuevamente las compuertas para consagrar la mora y la ineficiencia judicial, dejando impune a los morosos e ineficientes.-

 

Se modificó el Artículo 136 del Código Procesal Penal, en 2003, se dictó la denominada “Ley Camacho”, en dudoso homenaje a su proyectista, por la cual, no solo se extendió el límite del plazo de duración máxima del proceso penal, sino además, se dispuso que “Todos los incidentes, excepciones, apelaciones y recursos planteados por las partes, suspenden automáticamente el plazo, que vuelve a correr una vez se resuelva lo planteado o el expediente vuelva a origen”.-

 

En otros términos, la ley castiga al procesado, extendiendo el plazo máximo de duración de su enjuiciamiento, al tiempo que sea, esperando que el Juez “resuelva lo planteado o el expediente vuelva a origen”. El Juez que no respete los plazos para resolver, o el funcionario que no actuara con diligencia, devolviendo el expediente al Juzgado de origen, consiguieron un valioso pasaporte a la impunidad.-

 

Del mismo modo, se cargó sobre las espaldas del procesado, el “tiempo muerto” provocado por las recusaciones, incidentes, excepciones, o recurso promovidos por sus acusadores (públicos o privados). El “plazo razonable”, dejó de ser tal, se lesionó gravemente el compromiso internacional asumido por el país y se debilitó sensiblemente la vigencia de los derechos humanos en la materia.-

 

Conscientes de ello, algunos legisladores pretendieron revertir la situación, aunque tímidamente, dictándose leyes que – en alguna medida – volvían a establecer límites temporales razonables al enjuiciamiento penal. Pero desde los órganos estatales encargados llevar adelante procesos penales con respeto a los derechos humanos, surgieron reacciones, alentando el fantasma de la impunidad.-

 

Si el Estado no cumple con su obligación de investigar, juzgar y sancionar a los infractores de la ley penal, dentro de un plazo razonable, la solución del problema no pasa por extender el plazo, sino castigar a los que hacen posible dicha situación. A los jueces morosos, a los funcionarios ineficientes.-

 

Pero, como es más fácil castigar al ciudadano común, sometido a proceso, y evitar el castigo al Juez moroso, al amigo, al correligionario, pariente, al compinche leal y obsecuente, la semana pasada, el Poder Legislativo ha dado un nuevo paso para impedir una mínima corrección a los abusos y a las arbitrariedades judiciales. Se ha dictado una ley que garantiza la impunidad de la mora y la ineficiencia judicial.-

 

Jorge Rubén Vasconsellos